Mi amiga Marga me pidió que le regalara una escultura para su cumpleaños. Tenía seis meses por delante. Pensé en hacerle unas manos que contuvieran algo y para ello disponía de un bloque cúbico de 60 cm de arista de yeso bien seco. Saqué el bloque y lo dispuse en el banco de trabajo poniéndole una sábana blanca por encima. Así se pasó cuatro meses, en silencio. Mientras, fui observando manos: propias, ajenas, hechas por otros artistas, leía documentos, esbozaba en papel. Al cuarto mes tenía una imagen clara de lo que quería hacer. Mis manos ejecutoras eran a la vez mis ojos, dando golpes con el cincel aquí, limando allá, tocando la superficie de yeso y corroborando que todo era correcto. Al acabar cada sesión limpiaba los escombros. Dedicaba más tiempo a recoger que a esculpir. Al quinto mes, entre la pereza de recoger escombros y la impaciencia por acabar, finalicé la obra sin contener nada entre las manos, dejándolas vacías. El resultado ya me convencía, expresando en las imperfecciones más de mí y de mi forma de trabajar que si hubiera ido corrigiendo cada una de ellas.
Llegó el día del cumpleaños de Marga y le llevé la pesada obra, ¡25 kg!.
¡Oh!, ¡me encantan, que bonitas manos!, me contestó y a continuación añadió, ¿Dónde voy a poner esta figura tan grande.?